LA PÉRDIDA DE ˙DIOS˙

LA PÉRDIDA DEL ACCESO DIRECTO A ´DIOS»

El ser humano despliega su existencia en una realidad, en una Existencia que lo supera grandemente, en todos los aspectos. De Ella, eventualmente, accede, conoce, sabe, percibe y/o interpreta una infinitésima parte. Cada vez más nos damos cuenta de ello.

La dotación con la cual el ser humano cuenta para cursar su existencia le es propia por donación, por creación, por recibirla -un don- de Alguien al que podemos pensar como el Hacedor.

Esa dotación, que lo identifica como especie, como sujeto concreto en el panorama de las especies vivas en la Tierra, e incluso de los, supuestamente, objetos inertes, que participan también del mismo escenario; esa dotación es también el medio por el cual aprende, descubre, investiga, sabe, percibe, accede, adivina, intuye, busca, fantasea.

El hecho de estar inmerso y sin remedio en una Existencia tal, es sobrecogedor: desde siempre, el hombre y sus precursoes homínidos, sintió esa grandeza de lo que lo rodeaba, se asombró con lo que ella le sugería, le daba, le mostraba. Se maravilló con el poder de la misma.

En esas primeras etapas, claramente, esta vivencia de su mínima pequeñez, lo llevó a la reverencia, al respeto, al miedo. Pero también, curiosidad mediante, a crecer en conciencia, a buscar ir más allá, a des cubrir los aspectos más llamativos de ese Acontecer, por o el simple afán de saber, o para poder empoderarse y acceder a, hasta entonces, ocultos milagros y beneficios que dicha Existencia le tenía reservados.

En su limitada percepción, concepción, imaginación y forma de expresarse y actuar, el hombre dio forma alegórica, fantástica, mítica, a lo que o inutía que había más allá, esto así percibido por los efectos de un Misterio que no podía comprender. El hombre divinizó ese Misterio, interpretó a su leal saber y entender, y representó, en forma análoga a lo que él era, a lo que su experiencia -limitadísima- le daba para de alguna manera entender, modelar, visualizar eso Tremendo, el Misterio de la Existencia.

En sus muy primeros tiempos, cuando aún eran muy básicos, primitivos y escasos, burdos, los medios de conceptualización del hombre, así como sus recursos simbólicos, así como su experiencia, así como su Idea de Qué lo rodeaba, en esos tiempos, el tinte de esa Representación del Misterio fue dominada por lo mágico, por lo único, por lo diferente, por lo poderoso, por lo externo e incontrolable. Obviamente, mezcla de su conciencia de pequeñez, de su afán de comprensión de lo in comprensible, y de la conciencia de lo poderoso de Eso No Sabido, el miedo fue un sustrato claro, contundente y permanente en su experiencia de la Existencia, de la Realidad Superior, del Universo.

Ese miedo obligó al hombre a protegerse, ilusoriamente, de los temibles efectos de un Poder, que si bien mayormente benigno, solía expresarse absurdamente con una violencia y destrucción que lo afectaba, y que le generaba aún más miedo, dolor, ignorancia, arrepentimiento.

Surgieron así los dioses, de variopintos signos y cualidades, poderes; los ritos, para calmar, complacer o reverenciarlos, con la pretensión de así evitar ese accionar perjudicial y temible, que tal Poder tenía, y que a veces solía desplegar, en contra de él.

Entre los mismos hombres fueron surgiendo quienes se abrogaron contar con medios especiales, poderes, sensibilidades, accesos en general, diferentes a los comunes, para lidiar con lo Divino, con los dioses, ya acuñados por la cultura actual del momento, ya aceptados, y ya venerados, reverenciados y ya temidos, puesto que eran, sin dudas, las formas concretas y humanas de esa Divinidad Poderosa.

El signo inicial de la consideración de lo Divino por el hombre, a través de la Religión, fue de reverencia, de respeto, de miedo y de reconocimiento de la pequeñez humana. La impronta inicial fue hacer todo lo posible para que lo Divino no se ensañara con ellos concretos, y que fuera Benigno y Dador Permanente de todos sus dones, misterios y milagros que, por otra parte, el hombre sabía que le eran externos; recibidos en función de un regalo o bendición, y destinados a apoyar su exsitencia.

La presencia de esos individuos que «representantes» de los dioses fue convirtiéndose en esencial, en permanente, en omnipresente y hasta en «necesaria»: puesto que era más sencillo relacionarse con ellos, los representantes, puesto que contaban con la Atención Divina y con los poderes y cualidades tales para ser escchados y para interceder, eventualmente con éxito, en favor de los humanos.

Ello configuró un poder inherente a quienes así, se consumaron ya no tan sólo como representantes de lo Divino, sino como medios de acceso sine qua non, para los que no lo eran sino que eran tan sólo «simples mortales».

Dicho empoderamiento fue acreciendo, y con él, su corrupción: del poder, y de los empoderados. La religión comenzó a tener una existencia por sí misma, con su propia y muy humana -en el peor sentido- «lógica», siguiendo pero pervirtiendo los rumbos iniciales de aquella primaria, en lo que primó fue el respeto y al reverencia a la Existencia, en primer y en principal lugar. Se convirtió la iglesia y sus integrantes, ellos fundamentalmente, en los que temidos, en los reverenciados, en los respetados.

Los integrantes de la iglesia, humanos y hábiles lidiadores con una realidad que los había dotado de ventajas sobre sus «semejantes», perfeccionaron su discurso, modificaron a coneniencia los mitos, promovieron y derrocaron a voluntad sus propios dioses, generaron jerarquías basadas en la experiencia, en la realidad humana, las que fueron haciendo que aquel poder creciera, se afianzara, se consumara su presencia ahora «divina» en la Tierra, por obra de algún mayúsculo dios.

En paralelo, resulta claro, la distancia a lo Divino propiamente dicho, el contacto con la Naturaleza, con lo Mágico de la Existencia esa Suprema, Enorme y Poderosa en todas sus manifestaciones, esa distancia aumentó, y fue quedando signado su camino de acceso, por el permiso, por la posibilidad, por la conveniencia y por la forma elegida y la oportunidad, de los eclesiásticos, ahora «dueños» de un acceso primordial, preferido, preferente y excluyente, al menos en los más profundos extremos.

La naturaleza humana, de todos los humanos, parece incluir la tendencia a tercerizar en otros el acceso a la verdad, a preferir representantes, a que otros les muestren el qué, el cómo y el cuando; parece preferir que hayan guías, gurúes, maestros, etc. En fin, parece ser que -excepto los que gocen del privilegio -decidido por ellos mismos y convalidado por muchos demás- todos los demás eligen ser guiados, ser representados, ser sometidos a otros que se hagan cargo de lo que, o no saben cómo hacer, o creen que no les corresponde, o que temen por su capacidad y lucidez para emprender esa tarea o misión.

En la medida en que esta realidad se fue ahondando con el paso de los tiempos, y dado el éxito obtenido por esos mediadores eclesiásticos (y por los luego advenidos en guías, maestros, gurúes, iluminados, portadores ellos mismos de la chispa de la divinidad, por obra de algún misterioso designio que los signó «especiales»); en la medida de ello, la distancia entre el ser humano «de a pie» y la Existencia, fue aumentando, y fue minándose, contaminándose de una intermediación interesada y miope, pobre, acotada y pequeña, como lo es, lo sigue y seguirá siendo frente a lo Divino, la que resulta del hombre, del hombre común, de a pie; como somos en realidad todos.

El devenir de los tiempos hasta hoy ha consumado este panorama; lo ha multiplicado y profundizao, habiendo cada vez más religiones, maestros, guías, gurúes, iluminados, elegidos, etc etc. Y cada vez más rebaño, ovejas, seguidores, sometidos y entregados a un mensaje, a un acceso, a un contacto mediante ese medio, firme integrante y preservador del status quo que lo incluye, de lo Divino, de la Existencia, del Poder Universal, de los que sigue sabiendo su existencia, pero ya muy pobremente «sabiéndole» (en el sentido de percibirle el sabor) por medio propio, per sé, mediante aquella, su dotación humana, que universal y de todos, a la cual entregó, resignó su poder, para dejarlo en manos de otros humanos, hábiles y atentos manipuladores interesados de un «poder» que quieren ostentar como exclusivo, propio, regalo especial, el que mayor e imprescindible para los demás, para tener dicho acceso y contacto. Y con estos, lograr la consideración Divina, la contemplación de sus míseros seres, del ahora distante Misterio Poderoso al que se sigue sabiendo sometidos, por obra del Hacedor.

Así, la realidad humana de hoy marca básica y fundamentalmente un grado de desconexión enorme, profunda, creciente, del ser humano con la Existencia. La presencia consumada y aparentemente inamovible de las intermediaciones que convalidadas, hace que el eje de la vivencia de lo Divino hoy, sea a través de doctrinas, de mitos, de leyendas, de historias místicas -hominizadas, por supuesto, y además manipuladas con non sancta intención, por sus sostenedores-; logrando, por lo tanto, un pobrísimo acceso a una realidad alterada de Ello,del Misterio; recibiendo medidas y controladas, manipuladas «dádivas» -perdón, exculpación, accesos a la verdad, etc- por manos de los representantes, de los elegidos; de los usurpadores -por renuncia, omisión e irresponsabilidad propia- del poder nuestro de cada uno, y del derecho y de la posibilidad del acceso directo a Eso en lo que todos estamos Inmersos, de los que formamos parte, de lo que integramos, de lo que también Somos.

La presencia de lo religioso («religión» viene de ‘religare’, que es volver a unir -lo que está unido-) en la realidad psicológica del ser humano ha sido permanente, y es esencial, en tanto que este, el ser humano, así, vive, sabe, percibe, intuye, respeta y reverencia, a Eso que le excede.

La forma de la presencia actual, del «manejo» que hoy el hombre hace de lo Divino, del Misterio, de la Existencia, en tanto que se le ha vuelto una experiencia remota y supeditada a una visión e interpretación -que humana, de otros hombres interpuestos-; ella consuma una desconexión que le será fatal, que le está siendo mortífera, que lo inhibe en sus propias cualidades, aspectos divinos que también posee, y que entre otras cosas, entre otras muchas cosas más, vino a desplegar, a desarrollar, a acrecer.

Así, y mientras cada uno conceda su inalienable, irresignable, irrenunciables derecho Y RESPONSABILIDAD de vivir lo religioso – Eso, que trasunta Lo Superior- a través de otros, el ser humano, en tanto individuo concreto y en tanto especie, en tanto parte propia e integrante del Misterio, va cursando un cadalso, rumbo a una muerte segura, al menos o primero de su espiritualidad, seguido esto de las consecuencias previsibles de mutilarse en su esencia de ser, por obra de un miedo a lo desconocido, de una imposibilidad de cierta y sana vivencia de lo Esencial del Misterio, y por la ausente, por ello, falta de Reverencia, de Goce, de Sano Usufructo y de Convalidación de lo propio divino y de lo Divino, en su existencia Terrenal.

Deja un comentario